En el Cementerio de Recoleta se encuentra una hermosa bóveda con forma de capilla gótica, perteneciente a la familia Del Carril, donde se encuentran los restos de Salvador María del Carril y Tiburcia Domínguez. Esta bóveda tiene una interesante pero triste historia detrás, sobre una relación disfuncional, y un pacto eterno de silencio, que se cumplió hasta la muerte.
Salvador María del Carril nació en 1798 en San Juan, y llevó a cabo sus estudios en la Universidad Nacional de Córdoba, especializándose en derecho civil y canónico, y recibiendo su título de doctorado a los 18 años. Luego de recibirse, se mudó a Buenos Aires y comenzó a trabajar como periodista. Fue aquí cuando comenzó su carrera política, siendo electo como el vicepresidente de la Confederación Argentina, junto a su amigo y presidente Justo José de Urquiza.
Eventualmente, volvería a la provincial de San Juan, y el 15 de julio de 1826 promulgó la primera constitución provincial, la Carta de Mayo, inspirada en el ideario liberal estadounidense, lo cual le ganó una gran oposición en su propia provincia. Uno de los puntos más discutidos de la Carta era la libertad de cultos, la cual en cierto sentido era tan solo simbólica, ya que en la provincia de San Juan tan solo se encontraba un habitante de religión no católica, el médico y boticario norteamericano Amán Rawson. Igualmente, esta constitución incluyó ciertos principios que se encontrarían en constituciones posteriores, como la igualdad legal, la prohibición de la esclavitud y la supresión de los conventos de la provincial (política inspirada por el accionamiento de Bernardino Rivadavia en Buenos Aires). Esta última medida específicamente, no fue bien recibida, con fuertes protestas que lograron estallar una revolución conservadora en su provincia.
Del Carril escapó hacia Mendoza, y volvió con ayuda militar de parte del gobierno de la provincia de Mendoza, aunque renunció a su cargo no mucho más tarde, para tomar el puesto de Ministro de Hacienda, ofrecido de parte de Rivadavia. Fue así como avaló la Ley de Consolidación de la Deuda, y la ley implementando el curso obligatorio del papel moneda y su convertibilidad en metales preciosos. Sus medidas económicas fueron fuertemente criticadas, con una de las mayores voces de la oposición siendo Dorrego, a quien luego Del Carril impulsó a que lo fusilen.
Con la Conquista de Juan Manuel de Rosas de la provincia de Buenos Aires, tuvo que exiliarse en Montevideo, donde se casó con Tiburcia Domínguez López Camelo, mujer con 25 años menos que él, con la que tuvo 7 hijos. Su futuro político no tuvo ningún acontecimiento importante, y su recuerdo en la historia nacional no es uno particularmente positivo o muy relevante. Tanto, que probablemente es más recordado al día de hoy gracias a la famosa historia que transcurrió durante la relación con su esposa.
Este matrimonio fue caracterizado por su disfuncionalidad, debido a muchos factores, pero principalmente afectado por la intolerancia de Salvador a los gastos realizados por Tiburcia, quien se dice que amaba comprar joyas, perfumes y vestidos. El enojo caló tan profundo que Del Carril publicó una carta pública en los diarios de Buenos Aires, declarando a los acreedores de su esposa que “no pienso hacerme cargo ni de un peso de sus deudas“.
Fue ese mismo día, que Tiburcia se prometió a sí misma que nunca más le hablaría a su esposo, y que no hablaría cuando esté presente. Así fue como por 21 años, Tiburcia no dijo ni una palabra cerca de Salvador María del Carril. Cuando falleció Salvador en 1883, Tiburcia heredó una gran cantidad de dinero. Repartió el dinero entre sus siete hijos, y con su parte del dinero, encargó al escultor Camilo Romairone que realice el mausoleo que hoy se encuentra en el Cementerio. Pero tuvo un pedido particular para el escultor, Del Carril tenía que estar sentado en un sillón, y Tiburcia, a su espalda.
Según las propias palabras de Tiburcia Domínguez, “No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad”. Falleció quince años después, y hoy se encuentra en ese mismo lugar, mirando hacia lados opuestos, sin reconocerse el uno al otro.
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